
Otra temporada en los ochomiles nepalíes ha llegado a su fin y, con ella, los grandes titulares han destacado a un equipo que, haciendo uso de Xenón, ha logrado subir desde Londres al Everest y volver en una semana. Ante este revuelo, la agencia Elite Exped del controvertido Nirmal Purja se ha apresurado a anunciar que un cliente suyo, llamado Ushakov, ha conseguido subir al Everest en poco más de 3 días desde Nueva York.

Todos ellos reclaman récords mundiales y han acaparado noticias en todo el planeta, desde publicaciones generalistas como Reuters hasta las especializadas como desnivel. Sin embargo, desde el punto de vista del alpinismo, hay algo muy estridente en estos pseudorrécords. Dejando de lado todo lo que tiene que ver con el dopaje y su carga ética —que no es poco—, es razonable preguntarse qué motiva este tipo de desafíos.
Si el alpinismo nace del amor a la montaña, de observar y tratar de responder a la pregunta «¿cómo puedo subir?», estos parece que nacen de la aversión a la misma, ya que su objetivo es «cómo puedo estar el menos tiempo posible allí». Y no hablamos de un reto deportivo como pueden ser los de velocidad, que, a fin de cuentas, buscan medir su desempeño en la actividad. A ellos no les importa batir esas marcas si tardan tres días más que las mejores; su desafío es más logístico: ir, subir y marcharse lo antes posible.
De hecho, si observamos cómo se narran estos sucesos, lo que menos interesa es el ascenso en sí. En el caso de Ushakov, la propia agencia ha contado que no tenía mucha experiencia, que se entrenó 400 horas en una tienda hipóxica, que se lesionó en un brazo antes del reto, a qué hora y día salió de Nueva York, que fue directo de Katmandú en helicóptero… En definitiva, un montón de detalles previos, pero de la escalada solo dicen que usó oxígeno «en el tramo» del campo base a la cima. Y es que, efectivamente, en estos retos lo menos importante es la actividad del alpinismo.
¿Es esto alpinismo?
Llegados a este punto, es natural que surja la pregunta: ¿es esto alpinismo? Y la respuesta parece evidente: no. Hasta ahora, es común hablar de «alpinismo clásico» y de «alpinismo comercial» para diferenciar ambas actividades. La diferencia entre ellas se suele circunscribir en lo que se llama «estilo». Para los más neófitos, con estilo nos referimos al cómo se ha subido, a los medios utilizados. Esto es algo muy natural si tenemos en cuenta, como decíamos, que el alpinismo surge de la pregunta «¿cómo puedo subir?». Así que, según se responda a esta pregunta —es decir, según sea el estilo—, se da más o menos valor a una ascensión.
Sin embargo, en este tipo de actividad comercial voraz, esto ya no es estilo. No es un criterio que modifica el valor de una actividad. Se ha abusado tanto de los medios que lo que ha cambiado es la naturaleza misma de la propia actividad, para convertirse en «otra cosa».
Ya no se busca responder a ¿cómo subo? Han industrializado el proceso hasta el punto que esa respuesta se sabe de antemano. La ruta está fijada de abajo a arriba para que no te salgas, las rotaciones se sabe cómo deben ser, en qué campos debes dormir, hasta el día que vas a subir está marcado. No hay autonomía, no fijas tu estrategia, no decides nada. La aventura ha muerto y, con todo ello, la naturaleza del alpinismo en esas ascensiones también. Por eso surgen esos retos que, como no se pueden fijar un objetivo intrínsecamente alpino respondiendo al cómo subo, se fijan otros que son absurdos en actividades alpinas: cuánto tardo desde que estoy en pijama en mi casa de Nueva York.
La codicia como motor
El motivo de haber llegado a este nivel tiene su origen en la codicia. Un terreno que debería ser la consagración del gran alpinista, que da el salto a esas altitudes, se ha intentado «democratizar» para que cualquiera pueda subir. De hecho, no es raro que en comunicaciones de agencias ante retos como el de Ushakov animen a la gente, aunque no tenga experiencia. Es un mercado y cuantos más potenciales clientes se tengan, mejor. Y si ellos no tienen habilidades para subir, lo que se hace es bajar el nivel del reto para que esté a su alcance mediante un uso extensivo de medios —cuerdas fijas de arriba a abajo, escaleras, oxígeno a altos flujos desde el campo base, sherpas de apoyo constantes, etc.—.

Este tipo de uso tan excesivo de medios para hacer que gente sin habilidades propias de la actividad pueda subir ya se ha visto en otras disciplinas, como en la escalada con las vías ferratas. Una vía ferrata, a grandes rasgos, es un itinerario en una pared equipado con material fijo como cables de acero, escalones (grapas o clavijas), pasamanos, puentes, etc. Su objetivo es acercar la verticalidad de la escalada a gente que carece de habilidades para escalar.
Una persona que quiera subir una vía ferrata enganchará su arnés a un cable de acero llamado línea de vida que le acompañará por todo el recorrido y progresará por los elementos ya fijados. Sin embargo, a nadie se le ocurriría hablar de escalada cuando hace una vía ferrata. No requiere las mismas habilidades, no usa los mismos materiales y no pretende encontrar la forma de subir —subes por donde te marca la vía ferrata—. Es una actividad esencialmente diferente y como tal es tratada. Los ferratistas no aparecen en revistas como grandes escaladores, no atraen patrocinadores de marcas de escalada, son más bien turistas desconocidos.

El paralelismo con la industria de los ochomiles es evidente. Tienes una cuerda fija de arriba a abajo que tú no has fijado, como la línea de vida en las ferratas. Progresas por ella, sin salirte, haciendo uso de la infraestructura que te han puesto. Tampoco requiere los mismos materiales, reemplazando el piolet por el yumar. La razón de ser de ambas es la misma: rebajar el reto de forma que no requiera habilidades específicas.
Si además se abandona el plano deportivo y se ve la parte más filosófica del alpinismo, aquella por la que fue distinguido como patrimonio cultural inmaterial de la humanidad por la UNESCO, las diferencias son aún más radicales entre una actividad y otra.
La única diferencia entre la industria de los ochomiles y las ferratas es el trato que recibe uno y otro, tanto por la prensa como por la comunidad alpina. No sé qué nombre se debería dar a esta gente que realiza esta actividad o cómo llamar a estas «ferratas de altura», pero lo que parece claro es que no es alpinismo.
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